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Arritmias: cambios en la sociedad civil e inercias en las instituciones políticas

En las sociedades contemporáneas, los procesos de cambio social, económico y cultural de la segunda mitad del siglo XX y principios de este nuevo siglo XXI están provocando una redefinición de las relaciones entre la sociedad civil y esa particular forma de organización política que hemos venido en llamar Estado. Personalmente creo que se produce una tensión importante entre los ritmos de cambio de la sociedad civil y las instituciones políticas, sometidas a la inercia y a una capacidad de adaptación limitada.

Toda organización política es contingente a la sociedad en la que se desarrolla. Por tanto, no resulta arriesgado decir que los sistemas políticos cambian y evolucionan como respuestas a los cambios que se producen en los diferentes ámbitos del sistema social.

En las sociedades contemporáneas, los procesos de cambio social, económico y cultural de la segunda mitad del siglo XX y principios de este nuevo siglo XXI están provocando una redefinición de las relaciones entre la sociedad civil y esa particular forma de organización política que hemos venido en llamar Estado. Personalmente creo que se produce una tensión importante entre los ritmos de cambio de la sociedad civil y las instituciones políticas, sometidas a la inercia y a una capacidad de adaptación limitada.

El momento actual es un momento de cambio y de necesaria adaptación de unas instituciones políticas, que surgieron con la democracia liberal, al contexto de sociedades cada vez más complejas y heterogéneas. Este proceso de adaptación es lógicamente costoso. Parece claro que está produciendo situaciones de frustración y que las actitudes de los ciudadanos hacia el sistema político se han vuelto notablemente más críticas.

No obstante, también es necesario remarcar algunos puntos importantes, que a veces se pasan por alto en este debate. La legitimidad del orden democrático como forma de gobierno parece incuestionable. Existe una adhesión clara tanto a la democracia como forma ideal-típica como a las normas y valores que la sustentan. De otro lado, la crítica es un elemento consustancial al propio funcionamiento de la democracia y ciertas dosis de crítica tienen una energía creativa importante como fuerza motora del cambio y la innovación.

Con el declinar de las grandes ideologías de la modernidad, y la pérdida de su capacidad de movilización política, se ha abierto un espacio de indefinición que aún no ha sido llenado. A diferencia de los actores políticos de la modernidad, que encarnaban proyectos políticos globales, los nuevos movimientos sociales tienen su razón de ser en metas políticas específicas, precisamente como una respuesta frente a las ideologías globales, en el intento de afirmar identidades de grupo o valores políticos distintivos que aparecen y se desarrollan en la nueva complejidad social. Parece claro que, a pesar del debate suscitado, los nuevos actores políticos no están en condiciones de sustituir o suplantar a los actores políticos tradicionales. Pero es igualmente evidente, que la dinámica de funcionamiento del sistema político habrá de tener cada vez más en cuenta las múltiples y heterogéneas realidades que estos nuevos movimientos sociales representan.

Los cambios en la percepción de las instituciones políticas por parte de los ciudadanos no representan necesariamente una amenaza para la viabilidad democrática, sino una oportunidad de profundizar en el desarrollo democrático. A diferencia de los planteamientos habituales, la situación actual puede ser vista como una posibilidad antes que como un problema. La cuestión clave está en que los mecanismos de funcionamiento del sistema político tienen que adaptarse a estas nuevas circunstancias para permitir que el cambio cultural y social tenga un reflejo en el cambio de las instituciones políticas. Lo que piden quienes desconfían de las instituciones es mayor democracia no un abandono de los mecanismos democráticos. Demandan instituciones con un funcionamiento más democrático que hagan posibles nuevas formas de participación y la superación de la rigidez burocrática tradicional. Está claro que la crítica se dirige contra el funcionamiento concreto y cotidiano de las instituciones, pero no contra la democracia como forma de gobierno.

La democracia como forma de gobierno ha demostrado históricamente una gran flexibilidad. Aquí probablemente reside gran parte de su éxito y de su problema. Hace posible y facilita la integración de intereses y grupos sociales en conflicto, lo cual está en la esencia de los problemas de gobernabilidad de las sociedades complejas. El coste a pagar es una neutralidad valorativa sobre los intereses en pugna que lleva a un énfasis en la democracia como sistema procedimental, anteponiéndose a su dimensión ética y normativa. En última instancia esto se traduce en la falta de un proyecto colectivo a nivel de la sociedad, que sólo puede ser encarnado por los particulares actores políticos que en cada momento ocupan las posiciones de gobierno en el sistema político.

En momentos como el actual en el que existe una cierta redefinición y recomposición de los actores políticos, se ve limitada la capacidad para impulsar un proyecto colectivo en sociedades heterogéneas, cultural, étnica o socialmente. Y así, esa ausencia de proyecto colectivo puede llevar a una cierta apatía y desidia respecto del proceso político. Las consecuencias potenciales de esta situación, sin embargo, son potencialmente negativas y no pueden dejar de ser tenidas en cuenta.

Como conclusión de este excursus, y apelando a Mannheim, merece la pena aludir a la función del intelectual en la vida política, concretamente por lo que respecta a sus relaciones con las élites y los grupos de poder. Los intelectuales desempeñan un rol fundamental en la definición y en la proposición de las metas culturales a la opinión pública. Las orientaciones de valores elaboradas por los intelectuales representan un recurso político de primera importancia que posteriormente pueden transformarse en consenso para la clase política dominante, o en una ideología capaz de movilizarse contra ella. La experiencia histórica enseña que los intelectuales desempeñan un rol ambivalente respecto al poder, bien justificando una verdadera hegemonía ideológica y social de los partidos totalitarios (nazi-fascistas y comunistas), bien manteniendo intacta una permanente posición crítica hacia las pretensiones totalizantes de la política, incluso a costa del exilio o de la impopularidad.

 

Manuel Herrera Gómez

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