Óscar Fernández León
Uno de los principios destilados por la tradición legal es que para el buen funcionamiento del sistema judicial es fundamental que los abogados sean parciales, pero que esa parcialidad no suponga complicidad con la mentira.
Una de las primeras cuestiones a las que se enfrenta el abogado novel cuando comienza su ejercicio profesional es concienciarse y asumir la parcialidad que impregna su actuación tanto en ámbitos judiciales como extrajudiciales. Hablamos de concienciación puesto que la sociedad, en general, no va a aceptar con facilidad esta cualidad, por lo demás imprescindible en nuestra actividad profesional. Será pues uno de los primeros retos del abogado comprender sin fisuras la importancia de nuestra parcialidad y saber transmitirlo cuando sea preciso a quienes tengan una percepción errónea de la misma.
Cuando hablamos de la profesión de abogado siempre surgen cuestiones referentes a nuestra forma de actuar en los pleitos que suele identificarse con una actitud mendaz y basada en la mentira o falsedad, pues habiendo dos contendientes es obvio –se argumenta– que uno de los dos abogados (o sus representados) está mintiendo, máxime cuando se nos tacha de parciales y de actuar arrimando siempre el ascua a nuestra sardina.
Los abogados arrastramos mucha historia a cuestas y, la verdad, es difícil convencer a la gente que para el funcionamiento del sistema judicial es fundamental que los abogados seamos parciales y que, dicha parcialidad no suponga una complicidad con la mentira.
Hemos de partir de la idea de que el abogado viene obligado a conocer con la máxima objetividad todos los hechos que conforman el asunto encomendado, tanto los que favorezcan como los que perjudiquen su defensa. En el examen de tales hechos deberá mantener una posición de absoluta ecuanimidad e imparcialidad y transmitir al cliente la realidad de su opinión conforme a su leal saber y entender (dice el dicho que el abogado debe ser el primer juez del caso). Esta es la que llamamos verdad objetiva frente a la verdad subjetiva que nos presenta el cliente.
Una vez aceptada la defensa del cliente, el abogado entra en la dinámica de parcialidad ya referida que nos impone la propia contienda procesal, pues así lo dispone el propio sistema judicial. Esta parcialidad del abogado no puede equipararse con engaño, embuste o mentira. De hecho, el abogado no debe mentir a la hora de exponer a un tribunal de justicia los hechos objeto del debate, y el que lo haga manifiesta un comportamiento reprobable. Como afirma el magistrado José Flors Matíes: A ningún abogado consciente del significado y la trascendencia de su profesión se le ocurriría afirmar que en un determinado documento se dice algo que en él no consta, o que una realidad física tangible no existe, ni trataría de que se tuviera por cierto un hecho cuya inexistencia le constara. Él es el primero que sabe que quien tal hiciera estaría abocado a la desconsideración y al más absoluto fracaso, y que semejante comportamiento se habría de volver irremediablemente en su contra y en la de sus clientes. La mendacidad resulta, al final y siempre, tan patente que nadie con un mínimo de dignidad y de inteligencia osaría cometer la torpeza de quedar en evidencia y de ganar fama de tramposo.
En el mismo sentido, Angel Osorio y Gallardo señala: Nunca ni por nada es lícito faltar a la verdad en la narración de los hechos. Letrado que hace tal, contando con la impunidad de su función, tiene gran similitud con un estafador.
Ahora bien, respetando dicha obligación, el abogado debe de jugar sus cartas empleando su habilidad para exponer sus planteamientos defensivos sobre la base de la ley, la doctrina y la jurisprudencia, y con el auxilio de la dialéctica y la oratoria, armas que le servirán para plantear una adecuada estratagema argumental que le permita debilitar los argumentos del contrario y convencer al juez de nuestra razón. En este curso de acción no hay lugar para las mentiras. El abogado, en defensa de su cliente, y lo afirmamos sin rodeos, no tiene por qué mostrar al tribunal todos los hechos que conoce sobre el asunto encomendado, sino que empleará todos aquellos que sean apropiados para su defensa, siendo precisamente la contradicción del proceso la que mostrará al juez todos los hechos que cada parte ha considerado como constitutivos de su pretensión. Obligar a las partes a decir todo lo que conocen sobre el asunto no solo desnaturalizaría el proceso, sino que colocaría a los abogados en la patética posición de contribuir con su intervención al éxito del contrario, lo que nos haría acreedores de ser demandados por responsabilidad deontológica, penal y civil.
Para ilustrar dicha idea, qué mejor que citar a Calamandrei: La defensa de cada abogado está construida por un sistema de llenos y vacíos: hechos puestos de relieve porque son favorables, y hechos dejados en la sombra porque son contrarios a la tesis defendida. Pero sobreponiendo los argumentos de los dos contradictores y haciéndolos adaptarse, se ve que a los vacíos de la una corresponde exactamente los llenos de la otra. El juez así, sirviéndose de una defensa para colmar las lagunas de la contraria, llega fácilmente, como en ciertos juegos de paciencia, a ver ante sí el conjunto ordenado, pieza por pieza, en el tablero de la verdad.
Por ello, imparcial será el juez; los abogados, siempre parciales.