Juan Carlos Fernández Rodríguez
El poder cambia a las personas y la empresa no es una excepción, más bien un posible caldo de cultivo. Pero existe una vacuna efectiva contra su mal uso: el antídoto es la ética.
¿Nos hace distintos el poder?, ¿alcanzarlo y poseerlo hace que seamos menos amables con las demás personas? Los individuos que lo ostentan aparentemente toman las decisiones de una manera más rápida, y parece que son menos conscientes de las consecuencias que pueden acarrear sus decisiones. De hecho, como describe el Síndrome de Hubris, quiénes lo sufren manifiestan un creciente desinterés por los sentimientos y el bienestar de otras personas.
El poder en la empresa
Ciertos experimentos en neurociencia comprueban que el empoderamiento disminuye la actividad cerebral en las zonas relacionadas con la empatía. A ese respecto es ya célebre el experimento de la cárcel en la Universidad de Stanford, realizado por Philip Zimbardo en 1971, mostrando los abusos que se podían ejercer entre compañeros de clase, cuando a unos alumnos se les daba el papel de carceleros y a otros el papel de presos.
En las empresas y organizaciones, como estructuras eminentemente jerárquicas, el poder es un elemento esencial. El poder dentro de una empresa está enfocado a conducir las acciones y conductas de los empleados, orienta de una forma consciente para conseguir los resultados deseados.
Ejercer el poder en una empresa puede plantearse de forma positiva, se puede asociar por tanto a actividades tales como guiar, influir, persuadir o vender. En este sentido, el poder puede llegar a ser constructivo. Tener el poder en una empresa no debe suponer arbitrariedad o abuso, de hecho, un buen líder, un verdadero líder, guía a los empleados con la emocionalidad, nunca con el abuso.
Por contra, el poder puede ejercerse de una forma negativa, asociando ese poder a imposición, fuerza, coerción y opresión. Todo lo contrario a cómo debe de comportarse un buen líder.
El poder, su mal uso dentro de la empresa, sin duda cambia a las personas. El problema es que la gran mayoría de nosotros tenemos la capacidad de mostrar falta de empatía y maldad, en menor grado o con mayor o menor frecuencia, el poder puede estimular esta falta de empatía. En los casos más extremos, podemos llegar a mostrar comportamientos compatibles con los psicópatas. De hecho, se estima que el 1% de la población puede estar catalogada como psicópata, dentro del mundo empresarial, en concreto en el sector de los ejecutivos, ese porcentaje se eleva hasta el 4%. A ese respecto podríamos estar hablando del denominado “psicópata de cuello blanco“.
Existen ambientes profesionales en los cuales el mal uso del poder está socialmente aceptado, no solo como una conducta correcta, también incluso deseable. Esto hace que los resultados empresariales puedan ser buenos a corto plazo por el temor a represalias, pero, a medio y largo plazo, los resultados empresariales serán nefastos, simplemente y entre muchas otras cuestiones como consecuencia de la rotación de personal. Hemos de recordar que en la mayoría de las ocasiones, los empleados no solo buscan cambiar de trabajo, buscan cambiar de jefes.
El poder, el mal uso del poder en la empresa, cambia en muchas ocasiones a las personas, hace que los ejecutivos busquen unos resultados sin importarles las consecuencias, y ese poder hace que los empleados huyan de dichas organizaciones. El mal uso del poder afecta el crecimiento y la rentabilidad de una empresa, puesto que reduce la eficiencia de los trabajadores. Igualmente, el mal uso de poder está relacionado de forma directa con la corrupción, es su detonante.
Para todo ello hay un remedio, una vacuna realmente efectiva, es un antídoto muy simple, este remedio es el uso de la ética, una práctica absolutamente esencial. La conducta no ética se relaciona con mayor número de incidencias negativas tanto en el interior como en el exterior de las empresas
Y no olvidemos una cuestión importante, como dice el propio Philip Zimbardo, el poder tóxico está en una mala cesta, no en las manzanas.
Artículo escrito por Juan Carlos Fernández Rodríguez, experto en Psicología.
- Aula Directiva