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Selección John Müller: ¿Por qué hay que seguir distintas estrategias ante la responsabilidad legal y la reputacional?

¿Les bastará a unos padres saber que su futuro yerno o nuera no tiene antecedentes penales para estar tranquilos después de haber oído sobre él o ella historias para no dormir?

ética y reputación
En la vida social exigimos un estándar de conducta.

¿Mantendremos incólume nuestra relación con un amigo que nos hace una faena imperdonable, hasta tanto no sea penal o civilmente condenado? ¿Se precipitó Biden al tildar a Putin de “criminal de guerra” sin que mediara una condena firme del Tribunal Penal Internacional?

Nuestra respuesta negativa a esas preguntas revela que, en la vida social, a aquellos en quienes confiamos, por quien tenemos aprecio o que desempeñan una función pública les exigimos un estándar de conducta y les aplicamos unas reglas sobre responsabilidad “reputacional” mucho más severas que las que en un Estado de Derecho se aplican, por influencia de la Ilustración, para exigir a un ciudadano responsabilidades legales (sean penales, administrativas o civiles).

Diferencias

Las diferencias entre las responsabilidades legales y las reputacionales (término general con que el autor -el jurista español Manuel Conthe-, engloba las que, según el contexto, solemos llamar “morales”, “éticas”, “sociales” o “políticas”) son varias, pero a su juicio las dos más notables son: 1. En materia reputacional, se invierte la carga de la prueba y no se aplica la presunción de inocencia, sino el “principio de precaución”: cuando surgen indicios racionales de una conducta socialmente reprochable o repugnante, el afectado perderá automática e inmediatamente su buena fama, salvo que dé con rapidez una explicación pública que deje a salvo su buen nombre; y 2. Para condenar moral o socialmente una conducta basta con que repugne o “huela mal” (es decir, no supere lo que los estadounidenses llaman ‘smell test’), con independencia de que entrañe o no infracción de una disposición legal.

reputación

Como alternativa a esa “prueba olfativa”, se utiliza a veces la “prueba de la portada de periódico”, como hacen por ejemplo los códigos de ética de algunas profesiones (como los auditores) o propugnan inversores célebres como Warren Buffett: no debes moralmente hacer algo que te dejaría a ti o a tu empresa en mal lugar si se publicara en la portada de un periódico de prestigio. De esa distinta naturaleza de las responsabilidades legales y las reputacionales se deriva un corolario: cuando una noticia provoca el descrédito público de una persona, no vale el frecuente truco de invocar la “presunción de inocencia”, pues esa presunción protege frente a sanciones penales o administrativas, no frente al daño reputacional de unos hechos que el interesado no ha sido capaz de explicar decorosamente.

Como dicen algunos jueces, las sentencias absolutorias no son “certificados de inocencia”, pues muchas obedecen a circunstancias ajenas al acusado (como la prescripción del delito, la ilegalidad de la prueba obtenida o la defectuosa tipificación legal del delito o infracción). De ahí que en el Derecho penal escocés subsista el llamado “veredicto bastardo”, en el que el acusado no es declarado inocente, sino que el delito se considera “no probado”.

Un gran economista estadounidense y Premio Nobel de Economía en 2012, Alvin Roth, destacó hace años que los estándares morales que restringen el surgimiento de ciertos mercados no son uniformes, ni en el tiempo ni en el espacio (como, por ejemplo, la prohibición de vender carne de caballo aprobada en referéndum en California, o la vieja prohibición del préstamo con interés (usura), desaparecida en Occidente, pero vigente todavía en el Derecho islámico).

Yo añadiría que, además, al aplicar la prueba de la repugnancia o del mal “olor moral” no se respeta a menudo el principio de igualdad: por eso, quien considere –con razón– repugnante que un Rey emérito, un ex molt honorable o un ex vicepresidente económico evadan impuestos, será acaso más indulgente cuando un predicador de izquierdas trate de evadir el Impuesto a la Renta facturando una consultoría a través de una sociedad instrumental; y probablemente lo sea todavía más cuando él mismo pida al fontanero o contratista que le facture sin IVA. Con el verdadero sentido del olfato ocurre algo parecido: como demostró experimentalmente el psicólogo Paul Rozin, un mismo olor puede suscitar reacciones distintas, según al sujeto se le diga que procede de un queso o de heces.

Limitaciones y dilemas

Ocurre también que, las responsabilidades reputacionales, al depender decisivamente de la difusión social de las conductas reprochables, podrán dar pie a manipulaciones, en un doble sentido: podrán darse campañas de desprestigio infundadas y ocultarse hechos oprobiosos ciertos. En efecto, los periódicos y medios sectarios o venales, así como los partidos políticos, lanzarán en ocasiones campañas de desprestigio e incluso intentarán provocar auténticos “pánicos morales” sin apenas justificación objetiva.
En sentido opuesto, las grandes empresas e instituciones y personajes poderosos intentarán amedrentar a menudo a los periódicos, medios y profesionales que publiquen noticias verdaderas que dañen su reputación.

Con frecuencia, unos mismos hechos podrán dar origen a responsabilidades tanto reputacionales como legales, lo que les suscitará a los afectados un grave dilema, pues las estrategias de defensa frente a unas y otras son radicalmente distintas. Así, quien quiera defender su buen nombre frente a una noticia o rumor que lo ponga en entredicho deberá responder con rapidez, dar una explicación pública que le deje en buen lugar o rebaje la gravedad de los hechos y, si son ciertos, expresar arrepentimiento por lo acaecido. Pero si esos mismos hechos pueden dar lugar a responsabilidades penales o civiles, los abogados del acusado aconsejarán encarecidamente a su cliente que guarde absoluto silencio, para no proporcionar pruebas a sus acusadores y no “facilitarles el trabajo”. Esa estrategia legal será prudente jurídicamente, pero conllevará el inevitable descrédito de quien no sale en defensa de su reputación.

Un gran jurista británico, Herbert Lionel Hart, destacó que una de las características esenciales de un sistema legal es que no solo contiene deberes (fijados en las que llamó “reglas primarias”), sino también otras reglas (que llamó “secundarias”) que establecen qué órganos son competentes para establecer esos deberes, modificarlos y resolver las disputas que su incumplimiento genera.

En el ámbito de la moral y de los riesgos reputacionales, tanto las reglas primarias como, sobre todo, las secundarias son mucho más nebulosas, lo que inquietará al amante de la seguridad jurídica y explica, por ejemplo, que el artículo 26 de la Constitución española prohíba los tribunales de honor. Pero, aunque esquivos a las reglas del Estado de Derecho, los riesgos reputacionales y el disgusto como canon de evaluación moral de conductas no solo facilitan normalmente el cumplimiento de las normas legales, sino que son una realidad social insoslayable que debe tener presente cualquiera a quien importe su buena reputación.

Enlace a la noticia de referencia: El olor de las conductas

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