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Cómo los grandes guionistas marcaron el Hollywood clásico

El Hollywood clásico, de 1940 a 1960, representó la cúspide de un engranaje industrial sin parangón, capitaneado por unas majors que tenían pleno control del proceso de escritura, producción, distribución y exhibición de las películas.

Hubo un tiempo en el que Hollywood funcionaba a imagen y semejanza del sistema fabril; todas sus piezas estaban perfectamente articuladas y el grado de especialización llegó a cotas que jamás volverían a registrarse.

El Hollywood clásico, de 1940 a 1960, representó la cúspide de un engranaje industrial sin parangón, capitaneado por unas majors que tenían pleno control del proceso de escritura, producción, distribución y exhibición de las películas.

Nada podía fallar, los beneficios estaban prácticamente asegurados y los riesgos en taquilla eran minimizados por el pleno control en la exhibición. Si una película no recaudaba lo suficiente, se alargaba su vida en las salas, lo que facilitaba llegar a cubrir los costes de producción. Todo esto, unido a su capacidad de comprometerse con historias, personajes y ambientaciones arriesgados, convertía a Hollywood en una maquinaria perfecta.

Varios factores influyeron para que el sistema llegase a semejante grado de sofisticación, entre los que cobra especial importancia el advenimiento del cine sonoro.

Comienza el reinado de los guionistas

Antes de que Warner Brothers Studios se aventurase a precipitar el cambio de modelo cinematográfico con The Jazz Singer (1927, Alan Crossland), el cine no sabía hablar, apenas balbuceaba. Y este rasgo, que puede parecer anecdótico, permutó por completo el planteamiento del cine. A partir de ahora que requería de diálogos, el cine también necesitaba unos profesionales que supieran qué decir y cómo.

El reinado de los guionistas había comenzado.

En el Hollywood clásico, la figura del guionista emergió con fuerza, máxime teniendo en cuenta que el público quería ver hablar a sus estrellas.

Esto implicó algunos cambios en el star system, y más de un cataclismo en la proyección, ya que ni todos los actores sabían actuar sin afectación, ni todas las salas podían permitirse la reconversión al sistema sonoro.

Depurada la competencia europea, inmersa en la antesala de la Segunda Guerra Mundial, e incluso la asiática (países como Japón tardaron en adaptarse al tempo del sonoro), Hollywood podía imponer la hegemonía que todavía conserva a día de hoy.

La única manera de conseguir desterrar el cine mudo y los usos que este conllevaba era delinear sus imágenes con diálogos ingeniosos, audaces, intensos; y así, no repararon en gastos: si necesitaban una buena historia, los estudios compraban los derechos de adaptación de novelas y obras teatrales en boga.

No había límite, no había medida; si por el contrario se requería de una historia original, se contrataba a los grandes autores, todos ellos reconvertidos en guionistas de primera magnitud. Tanto adaptados como creados ad hoc, guiones con nombres propios como F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck o Charles Dickens coparon las salas de cine.

4 grandes guionistas

Por supuesto, fue la etapa en la que la figura del guionista per se llegó a ser reforzada de una manera inusitada, al margen, por fin, de la labor periodística o teatral, a pesar de que la gran mayoría de ellos surgiera precisamente de las entrañas literarias. Entre ellos, cuatro son de obligada citación, unos autores cuya frescura, novedad e intrepidez marcaron el pulso del cine clásico de Hollywood.

1. En primer lugar, Billy Wilder quien, antes de convertirse en uno de los mejores directores de la historia, creó los guiones de La octava mujer de Barba Azul (1938) y Ninotchka (1939) ambas de Ernst Lubitsch; e incluso el sagaz libreto de Bola de fuego (1941) de Howard Hawks tenía su firma.

2. Uno de sus imprescindibles colaboradores, I.A.L. Diamond, puso la rúbrica de algunos de los mejores títulos del cine clásico dirigidos por Wilder, entre ellos Ariane (1957), Con faldas y a lo loco (1959), Un, dos, tres (1961) o Irma la dulce (1963), llevándose un Oscar a Mejor guion original por la sublime El apartamento (1960).

3. Otra figura imprescindible, Ben Hecht, firmó oficialmente los guiones de Luna Nueva (1940, Howard Hawks) Encadenados (1946, Alfred Hitchcock), aunque había escrito, sin acreditar, ni más ni menos que La diligencia (John Ford, 1939), Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) o Gilda (Charles Vidor, 1946). De hecho, fue el primer guionista en obtener un Oscar al Mejor guion original.

4. Finalmente, no podemos olvidar a Leigh Brackett, una guionista excepcional que escribió para Howard Hawks El sueño eterno (1946) -William Faulkner-, Río Bravo (1959), Hatari (1962) o El Dorado (1966), entre otros.

Con el fin de estos guionistas también se llegó al fin del clasicismo cinematográfico, un clasicismo basado en la unidad, la verosimilitud y el sentido universal de sus historias, aderezados con un montaje en continuidad que impedía detectar las costuras de la ficción.

El cine clásico de Hollywood desapareció, y con él la percepción de que iba a durar toda la vida. Y es que, como se puntea en Alicia en el país de las Maravillas, a veces solo dura un segundo lo que se cree para siempre.

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