Alfred Sonnenfeld
El discurso de Pablo en el Areópago de Atenas adquiere un viraje al mencionar la Resurrección de los muertos. Los que le están escuchando reaccionan con risas escépticas, unos se echaron a reír y otros dijeron: Te escucharemos sobre eso en otra ocasión” (Hech. 17, 32). Este comentario lleno de incredulidad bien podría compararse a la contestación actual de la era postmoderna en la que nos hallamos: “Jesucristo resucitado, ¿en serio? Sobre esto te escucharé en otro momento!”.
El discurso de Pablo en el Areópago de Atenas adquiere un viraje al mencionar la Resurrección de los muertos. Los que le están escuchando reaccionan con risas escépticas, unos se echaron a reír y otros dijeron: Te escucharemos sobre eso en otra ocasión” (Hch. 17, 32). Este comentario lleno de incredulidad bien podría compararse a la contestación actual de la era postmoderna en la que nos hallamos: “Jesucristo resucitado, ¿en serio? Sobre esto te escucharé en otro momento!”.
Ciertamente que Pablo había comenzado su discurso haciendo uso de todas las herramientas disponibles de la buena retórica. Al principio consigue incluso que aquellos atenienses tan versados en la filosofía de la Grecia clásica le escucharan con atención sin perderse ni una palabra pero, al llegar al tema de la Resurrección de los muertos, es como si se cambiase su semblante y le gritasen: “eso me parece muy bien para ti y para tus creencias pero has de saber que para mí, eso que me estás contando, carece de toda relevancia y no me importa lo más mínimo.”
La contestación peculiar del postmodernismo no es tanto la neta oposición ni el enfrentamiento a la verdad, sino más bien el escepticismo, la indiferencia más absoluta. ¡Cuántos hay que buscan respuesta a sus preguntas específicas sobre la verdad! Para ello se recluyen a veces en un monasterio de monjes budistas en el Tíbet, otras veces hacen una peregrinación a la Meca o bien toman contacto o incluso ¡danzan con el cosmos!
Sin embargo para San Pablo y para cualquier cristiano, la Resurrección de Jesucristo es un tema central del Cristianismo que da contestación a sus anhelos más profundos. Él mismo lo dice en la primera carta a los Corintios: Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe” (1 Cor. 15,17). Para Pablo la Resurrección no era un símbolo etéreo sino un hecho histórico real. Jesucristo resucitado no solo se le había aparecido a él mismo sino también a Cefas y después a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez…Luego se apareció a Santiago y en último lugar se me apareció también a mi (1 Cor. 15, 3-8).
Este relato histórico sobre la Resurrección fue el primero de todos. Pablo lo escribió en la primera carta a los Corintios entre los años 53 y 55, es decir un buen número de años antes de que se escribieran los cuatro evangelios. Se trata de un testimonio personal que Pablo transmite a la Iglesia primitiva y del que comenta que lo trasmite después de haberlo recibido. No son por lo tanto palabras suyas: Porque lo primero que yo os trasmití, tal como lo había recibido, fue esto (1 Cor. 15,3). Difícilmente la buena noticia hubiera podido extenderse si la palabra de esos testigos no hubiera sido digna de crédito para quienes la escucharon, todo lo cual apunta a que esos testimonios expresaban un acontecimiento que, para ellos, era absolutamente real.
Pero esos acontecimientos expresaban también algo totalmente novedoso. Como dice Ratzinger, “la Resurrección de Jesús ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre, un salto cualitativo, una especie de “mutación decisiva”. En la Resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad” (Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, segunda parte, p. 284).
Estamos por lo tanto ante un acontecimiento absolutamente real y absolutamente novedoso. Pues bien, este acontecimiento de la Resurrección por un lado real y por otro lado novedoso no deja de ser un hecho inquietante no solo para los areopagitas de entonces sino también para los postmodernistas de hoy ya que tanto entonces como hoy, esta verdad provoca en ellos únicamente risas o a arrebatos de ira o de comentarios llenos de cinismo.
Los atenienses en tiempos de San Pablo ofrecen muchas semejanzas con los hombres de la Europa actual. Cada uno tiene sus pensamientos filosóficos, sus fetiches, sus divinidades, sus ídolos, sus percepciones de la vida. Cada uno busca la verdad a su modo. Cada uno vive su vida a su modo siendo para ello, qué duda cabe, una buena persona. Es decir: el puro postmodernismo antes y ahora.
Pero lo más sorprendente de la novedad es que ahora viene alguien que nos dice que se ha acabado la búsqueda por la verdad. Y si esto es cierto, lo que ahora toca es la decisión. Hay que decidirse en favor o en contra. Jesucristo ya no es alguien que predica la verdad sino que él mismo es la verdad. Pero además él no habla tan solo de una vida después de la muerte, sino que él es la vida en todo momento, antes y después de la muerte. Él es el único camino, la única verdad y sólo en Él hay vida. Y precisamente en esto consiste el mensaje pascual.
Pero además hemos de trasmitir estos hechos como nos dice Jesucristo en el evangelio de San Lucas, invitándolos a que se conviertan: Y les dijo: Así está escrito. Que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes (Lc. 24, 46-47).
Hemos de tener en cuenta que después del doloroso y desconcertante Viernes Santo, sus discípulos estaban apesadumbrados y sus esperanzas se habían derrumbado, pero su fe no se había desvanecido. Ahora se les exigía otro modo de ver, un cambio de perspectiva, un nuevo acercamiento a las profundidades que les iban a llenar de alegría y de optimismo. Como dice Karl Adam: “Ahora empiezan a brillar como dos focos luminosos la Resurrección y la venida del Espíritu Santo” (Karl Adam, Jesucristo, Barcelona 1967, p. 188).
Ante el enigma de la muerte, la Resurrección de Jesucristo nos dice sin ambages: Yo soy el que vive, estuve muerto pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del hades (Apc. 1,18). La Resurrección nos ayuda a entender que solo Jesucristo nos puede liberar de la muerte. Nuestro cuerpo como afirma San Pablo es Templo del Espíritu Santo y por lo tanto la resurrección de nuestros cuerpos que nos promete Jesucristo nos llevará a una vida de plenitud que no solo será espiritual sino también corporal. Además este hecho nos proporciona una esperanza inquebrantable que igual que los primeros cristianos nos ayudará a ser fieles incluso ante el martirio.
San Esteban muere como primer mártir y exclama: Veo al Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios (Hch. 7,56). En adelante la alegría de los que siguen a Jesucristo siempre vendrá como consecuencia de su cercanía. La alegría pascual de los apóstoles incluía la acción del Espíritu Santo después de su llegada en Pentecostés. Las sacudidas del Espíritu Santo les ayudaron definitivamente a despojarse de sus restos de narcisismo para elevarse por encima de toda mezquindad y encontrar así la verdadera paz y alegría en Dios. Ha desaparecido en ellos todo miedo a los hombres y toda timidez de tal modo que cuando los azotan en el Sanedrín salían gozosos porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa de su Nombre” (Hch. 5,41). Así se entiende mejor porque la palabra cristiano significa estar dispuesto al martirio. Para un cristiano está claro que solo vale la pena vivir si hay un motivo serio por quien morir.
- Sociedad y Espíritu