Yannelys Aparicio Molina
Aunque este año no podamos celebrar el Día del Libro en librerías o lecturas poéticas, acudamos a nuestras bibliotecas personales en busca de un buen libro.
Cuando no existían los medios de comunicación de masas ni la realidad virtual, el único modo de salir de casa sin movimiento era zambullirse en el universo infinito de los libros. En estas fechas de confinamiento y vida para dentro, y en plena celebración del Día del Libro, las bibliotecas familiares vuelven a ser un aliciente, una alternativa al voluble mundo de la imagen que nos roba la intimidad, se asienta en los hogares y usurpa nuestro espacio vital.
Las bibliotecas en la vida de los autores
Algunos de los grandes genios de la literatura, con o sin plagas, en tiempos de cólera o épocas saludables, gozaron de la inmensidad de las bibliotecas hogareñas o incluso de las públicas. Borges, que dirigió la Biblioteca Nacional hasta que Perón lo destituyó, hizo de aquel recinto su segundo hogar: convocaba tertulias, se quedaba más tiempo del que se estipulaba en su salario, y le gustaba recorrer los anaqueles tocando, oliendo y jugando con los libros. Y aseguró: “Uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Cuando fue relevado del cargo, continuó fiel a su costumbre y volvía a diario a la biblioteca, aunque no entraba. Era como un imán irresistible, e imaginó el universo como una inmensa biblioteca, donde se encuentra todo lo que es objeto de conocimiento, vida y placer.
Estas y otras muchas anécdotas se cuentan en el libro El escritor en su paraíso. 30 grandes autores que fueron bibliotecarios (Editorial Periférica, 2014), del profesor y escritor de Ángel Esteban. Por sus páginas desfilan maestros de la literatura que vivieron algunas de sus mejores jornadas ligados a los libros y las bibliotecas. Gloria Fuertes, por ejemplo, escribió “Dios me hizo poeta y yo me hice bibliotecaria”, poniendo su trabajo con los libros en un nivel semejante al sagrado de la creación poética. Y Stephen King, con gran humor, recordaba que lo mejor de su trabajo como bibliotecario fue que allí conoció a su futura mujer: una chica que trabajaba también como bibliotecaria en la misma sala. Una chica delgada y de risa escandalosa, con el pelo teñido de rojo…
Mario Vargas Llosa, que prologa el libro, recuerda lo importantes que han sido y siguen siendo las bibliotecas de su vida: aquella en la que trabajó en Lima a sus 18 años para pagarse los estudios, la Nacional de Madrid donde hizo su tesis doctoral, la British Library donde escribía sus novelas cuando su residencia estaba en Londres, las de las universidades como Harvard o Princeton en las que pasó temporadas investigando, leyendo y escribiendo, y todas aquellas que han dibujado el mapa de sus respectivas residencias en Lima, París, Londres, Nueva York y Madrid.
Cuando Sartre acometió la tarea de organizar sus memorias, dividió el texto en dos partes: leer y escribir. Todo aquello que aprendió en su infancia, sumido en la lectura, en la casa familiar, fue el detonante para que llegara a ser uno de los escritores más determinantes del siglo XX, no solo por la obtención del Premio Nobel, sino por la extensísima influencia que sus obras han tenido en la literatura y en la filosofía de la segunda mitad del siglo XX y hasta en la época actual.
Para algunos de estos escritores bibliotecarios, su trabajo fue mucho más allá de un contrato laboral, pues su compromiso con el libro y la lectura era casi instintivo. Por ejemplo, Ricardo Palma, miembro de número de la RAE, Director de la Biblioteca Nacional de Perú, que se encontraba destruida después de la guerra con Chile, asumió la responsabilidad de reconstruirla, ponerla al día, mejorar sus fondos. El escritor de las tradiciones peruanas no dudó en apelar a su prestigio literario para pedir dinero a personalidades políticas, literarias e intelectuales de todo el mundo, ganándose así el apelativo de «bibliotecario mendigo», por el que todavía es conocido en su país.
Ahora que celebramos el Día del Libro en estas circunstancias tan extrañas, ahora que no podemos ir a las lecturas poéticas del 23 de abril, a los actos institucionales, a las bibliotecas del barrio o de la universidad, ahora que debemos quedarnos en casa este día y hacer lo mismo que el día anterior y que el siguiente, hagamos un parón, vayamos a la biblioteca personal o busquemos en los anaqueles virtuales del universo ese libro del que ya habló Borges en La biblioteca de Babel: el libro de los libros, que no sustituye a la vida porque es la vida misma.