Santiago López Navia
Te contamos cómo se forma el orador y las competencias que debe adquirir para lograr improvisar y mostrar soltura y solvencia cuando habla en público.
El ejercicio profesional exige algunas rutinas comunicativas que a veces son de una discutible eficacia y una escasa o nula rentabilidad para alcanzar los objetivos estratégicos, y esto se hace más evidente cuando un especialista en una determinada materia no es capaz de construir una improvisación autorizada. Curiosa y paradójicamente, y salvo escasas excepciones, la causa de este problema se da en el mismo ámbito en donde debería ofrecerse la solución: la enseñanza, especialmente la universitaria.
Dominio de la técnica al servicio del conocimiento de un tema
Este es el punto en donde la formación especializada en oratoria adquiere una importancia nuclear. Por lo que toca a la habilidad de improvisar, autores como Comelles et al (2007) refieren, partiendo de los estudios propuestos por Livingston y Borko en 1989, que esta capacidad es uno de los indicadores más dignos de confianza a la hora de identificar en concreto a los profesores universitarios más experimentados frente a quienes no la han adquirido.
De hecho, los autores citados hablan expresamente de un “almacén mental de recursos” (p. 46) del que los docentes retóricamente avezados pueden extraer las herramientas y las estrategias más adecuadas para reorientar su discurso docente sin perder el hilo de su exposición.
La realidad, siempre tozuda, se empeña en demostrar que cuando un profesional no es capaz de construir en tiempo real un discurso relacionado con su especialidad y su experiencia está dando señales de que no anda sobrado ni de la una ni de la otra. No por casualidad Fernández de la Torriente (1984), en su manual sencillo y alejado de grandes pretensiones, aclara con singular lucidez la diferencia entre la improvisación y la repentización, toda vez que la primera implica decir “palabras que no estaban previstas, pero sobre conceptos que ya estaban muy claros en la mente del que improvisa” (p. 140).
Este no es un matiz menor, porque lo más común es pensar que la improvisación consiste en hacer todo lo posible por salir airosamente de un apuro en una determinada situación comunicativa sin cuidar demasiado la pertinencia de lo que se dice.
La vigencia permanente del magisterio clásico
Si en algún trance se constata singularmente la pericia de un orador, ese es la improvisación. En sus Instituciones oratorias (IV, 1, 54) Quintiliano destaca la importancia de la técnica de la improvisación en el ejercicio retórico, hasta el punto de recomendar que el orador dé la impresión de estar improvisando su discurso a pesar de que lo haya preparado de forma especialmente concienzuda.
Quintiliano también recalca (X, 1, 1-4) que la improvisación es el mejor resultado posible de todo el programa de entrenamiento llevado a cabo por un/a orador/a, y el fruto obtenido en este sentido no es posible sin la práctica regular, la permanente reflexión y la voluntad de mejorar. Tanta es la importancia que Quintiliano concede a la improvisación, que le dedica íntegramente el capítulo VII del libro X de su obra. Así sabemos que esta capacidad se logra con una adecuada organización estructural del discurso, con un léxico rico y variado y con una mente ágil lo suficientemente concentrada en su tarea como para adelantarse a lo que se está diciendo y a lo que se pretende decir.
Según Quintiliano, la principal clave que facilita la improvisación de un discurso (especialmente en el caso del discurso expositivo) es disponer siempre de una estructura definida que se pueda aplicar con eficacia. El objetivo, así, es abordar cada acto de improvisación como si de un microdiscurso con todas sus fases se tratara: la aproximación al tema y su enunciación explícita, la propuesta de un guion breve, sencillo y atendible, el desarrollo suficiente e igualmente breve de una o dos ideas de cada punto del guion, la formulación de conclusiones y el cierre.
Está comprobado, en fin, que la aplicación consciente y sistemática de un modelo estructural previamente aprendido proporciona a los oradores la seguridad que se desprende de estar haciendo en cada momento lo que se sabe y se quiere hacer.
Un recurso eficaz para facilitar la improvisación
La retórica medieval brinda a los oradores el eficaz recurso de los loci, prefigurados por Cicerón en La invención retorica y por Quintiliano en sus Instituciones oratorias y formulados en el siglo XIII por Mateo de Vendôme en su Ars versificatoria: “Quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quando?”. No es extraño que quien deba improvisar pueda ajustar su discurso a alguno de estos loci cuando no a todos, en la medida que resulten convenientes para la determinación del guion y el desarrollo de las ideas correspondientes.
Nada de esto, en cualquier caso, es cuestión de locuacidad, sino de elocuencia: no cabe improvisar sin acreditar una soltura natural, hija del mucho trabajo, y menos aún hacerlo sin un sentido. Es, en fin, una cuestión de estudio, trabajo, constancia y disciplina, virtudes sin las cuales es de todo punto imposible progresar en la oratoria. El orador se hace constantemente, en un proceso tenaz siempre perfectible.