Óscar Escudero
No es extraña la asiduidad con la que estos dos términos aparecen habitualmente asociados o simplemente unidos mediante una copulativa. Cuántas veces hemos escuchado la afirmación de que el intérprete es un artesano. Lejos de ser una proposición metafórica, interesada en el acto de transmitir ciertos valores o comportamientos frente al organismo vivo que es el propio instrumento, esta frase aloja un realismo cuyos argumentos cubren cada una de las facetas en la relación entre éste y su dueño.
No es extraña la asiduidad con la que estos dos términos aparecen habitualmente asociados o simplemente unidos mediante una copulativa. Cuántas veces hemos escuchado la afirmación de que el intérprete es un artesano. Lejos de ser una proposición metafórica, interesada en el acto de transmitir ciertos valores o comportamientos frente al organismo vivo que es el propio instrumento, esta frase aloja un realismo cuyos argumentos cubren cada una de las facetas en la relación entre éste y su dueño.
La obra El Artesano de Richard Sennett, sociólogo estadounidense con un pasado de músico orquestal (violonchelista, en concreto), constituye una aproximación clarividente y serena al concepto. El discurso de Sennett se nos presenta contrario a lo dogmático y se encamina hacia una transversalidad que va muchos pasos más allá de la simple conciliación. Y es que, para él, un artesano es una persona que se dedica a hacer bien su trabajo por el simple hecho de hacerlo bien.
La afirmación de Sennett, aglutinante de una amplia gama de cometidos que en su libro ejemplifica desde el técnico de laboratorio hasta el diseñador de código Linux, es toda una declaración de intenciones. Si bien ésta se halla inscrita en un marco socio-económico tácito, también lo sobrepasa para convertir el modus operandi del artesano en una actitud hacia el trabajo que es, en última instancia, aquello que más nos humaniza. Apelando a un punto de vista marxista, en el que se nos presenta al Ser Humano como un sujeto de conducta activa frente a la Naturaleza, modificadora de la realidad, observamos el poder de incidencia que en la construcción de la propia autoconsciencia individual mantiene la tensión con la materia cuando ésta se labora. Es notable que, en sus primeros escritos, Marx aluda al trabajo primero como “actividad personal”, fruto de un “principio de movimiento” dado al Hombre por la propia Naturaleza que, más allá de plantear una oposición de concepto, sería idealmente un instrumento de la misma para modificarse, un órgano propio de cambio. El siguiente fragmento está extraído de El Capital:
El trabajo es, en primer término, un proceso entre la naturaleza y el hombre, proceso en que éste realiza, regula y controla mediante su propia acción su intercambio de materias con la naturaleza. En este proceso, el hombre se enfrenta como un poder natural con la materia de la naturaleza. Pone en acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad, los brazos y las piernas, la cabeza y la mano, para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo actúa sobra la naturaleza exterior a él y la transforma, transforma su propia naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el juego de su fuerzas a su propia disciplina.
Pero desde mediados del s. XIX nuestra consciencia del trabajo ha cambiado mucho condicionada por los avances tecnológicos y, sobre todo, por la incursión del medio digital en nuestra vida. A pesar de su tradicional orientación manual, la labor del artesano excede, en consecuencia, esas proporciones. Si se tiene en cuenta el término en nuestras lenguas más cercanas, Richard Sennett observa una pluralidad de conceptos cuanto menos propicia a ser reflexionada: si en el alemán nos topamos con la palabra Handwerk, el inglés puede llegar a ser más inclusivo con el término statecraft (oficio de gobernar); como una visión más desde arriba, es paradigmático el ejemplo del ruso de Chéjov, que utilizaba el término mastersvo para referirse tanto a su oficio de médico como al de escritor. Es, por tanto, un condicionante que apunta hacia el objetivo, más que a los medios, aquello que nos da la clave para la definición de un concepto hijo de una de las naturalezas exclusivas de nuestra especie, la de homo laborans.
Y es que nuestra historia puede considerarse un camino hacia la sofisticación. Entre las tendencias naturales de todas las civilizaciones y, en un sentido más amplio, del conjunto de la población mundial, ha figurado la de obtener utensilios que cumplieran cada vez de una manera más precisa la labor para la que fueron creados. Este hecho cobra un significado más trascendente cuando nos damos cuenta de cómo los objetos han servido al Hombre en tanto que trampolines que le propulsaran hacia nuevos horizontes de abstracción y complejidad conceptual. Un objeto significa un largo camino andado, compactado y cristalizado con el que podemos contar de facto con una idea, con un fin fruto de un recorrido previo. Pensemos, por ejemplo, en la evolución de la tecnología utilizada por el alfarero en el Mundo Antiguo.
Partimos de que la forma más rudimentaria de hacer una vasija es enrollar una tira de arcilla alrededor de un disco plano. A lo largo de la Historia este proceso se ha ido haciendo cada vez más complejo en aras de conseguir mayores resultados en menos tiempo al igual que en aras de una perfección técnica manifiesta. La historia de la alfarería es también sinónimo de progresiva sofisticación. Con el paso de las generaciones se fueron introduciendo cambios como la incorporación de una calabaza cortada debajo del disco plano para poder girar más fácilmente la vasija en manos del alfarero, mientras ésta iba tomando forma. Como nos indica Sennet, a partir del año 1000 a. C. estas innovaciones no solo se habían extendido por el Mediterráneo desde la zona que actualmente es Irak sino que se procedió a otra innovación que consistió en la colocación de un soporte de piedra acabado en punta que servía para que el ayudante del alfarero girara con facilidad el torno mientras que el propio alfarero moldeaba la arcilla con ambas manos. Con los años, se fueron añadiendo pequeños cambios que colaboraron, no solo a la perfección técnica manifiesta en las vasijas producidas sino también a la facilidad con la que éstas podían ser ornamentadas, como el uso de slips en el proceso de cocción. Cada una de estas innovaciones producían objetos aliento de esta lenta evolución de la mano en relación con los materiales, que era consecuencia de unas nuevas necesidades que cubrir, de un cambio en el gen social que demandaba un punto de vista diferente del oficio, en este caso, de alfarero.
Teniendo en cuenta estos conceptos, es necesario volver a las palabras de Marx. En ellas se nos presenta al trabajo como un rasgo inherente a la naturaleza humana y es esta voluntad por naturalizar la que nos explica en última instancia la actitud del sujeto para con el mismo, la involucración personal que excede la dimensión económica y que consecuentemente genera el concepto de “plusvalía”. Bajo esta definición, no es solo la Naturaleza la que sufre un proceso de metamorfosis mediante la mano del Ser Humano, sino es el mismo individuo el que, por medio de su actividad, se ve asimismo modificado. Si algo sabemos acerca de la experiencia es su componente cambiador y condicionante extensible a todas las facetas de la vida. La experiencia, o la medida en la que el trabajo ha edificado la conducta de la persona, es un valor añadido, una característica propia de la figura que encarna el maestro. Este rol conforma una de las piedras angulares del fenómeno de la artesanía y que se centra en la manera en la que la información es transmitida. Toda una concepción de dilatado proceso basado en técnicas como la imitación y la práctica regular y disciplinada se construye en torno la que podríamos llamar “función de reproducción” del oficio, al que cualquier artesano dedica gran parte de sus esfuerzos.
A. La figura del maestro en el oficio de la interpretación
Centrándonos en la actividad que nos ocupa, no podemos observar de una manera más clara el hecho de cómo éste se encuentra fuertemente ligado al concepto de “tradición”. El intérprete musical que ha recibido una formación académica es hijo de un sistema que no ha sufrido grandes modificaciones durante los últimos doscientos años, generalizando el origen de este canal educador a la fundación del Conservatorio de París en el año 1795. Este hecho, que ha estructurado su proceso de asimilación de conocimientos, ha condicionado su posición laboral frente a la sociedad, pero sobre todo su relación con la materia a trabajar, con los mecanismos que rigen el día a día junto a su instrumento. La institución académica, fruto del importante papel adjudicado a la música durante la Revolución Francesa, fue una acción más de los convulsos gobiernos que se sucedieron durante aquellos años para modificar mediante intervención pública la vertebración social ligada a los oficios. Previamente y durante siglos, el de instrumentista, como tantos otros, se adquiría por una vía fundamentalmente hereditaria; el fenómeno de transmisión de la información asimilaba en la mayoría de ocasiones la figura del padre con la del maestro y la del hijo con la del aprendiz, enmarcándose en un taller que, si bien no contaba con las necesidades específicas de un oficio que exigiese un espacio acondicionado para su puesta a punto, sí que se hacía extensible a ámbitos laborales tales como capillas o cortes, en donde los músicos desempeñaban su labor al servicio de la Iglesia o la nobleza. Aún así, la casa del intérprete se convertía en el lugar en donde éste impartía lecciones y recibía a sus discípulos.
Tal y como se apunta en El Artesano, el taller moderno está algo lejos de la concepción idealista en la que, en un ambiente de relajación y bondades, el maestro paciente se prodiga en minutos y afectos para con las personas que tiene a su cargo. Una mirada más realista basada en muchos testimonios nos presenta un espacio condicionado sobre todo por una gran jerarquía que regía un espacio productivo en el que las personas tratan las cuestiones de autoridad en relaciones cara a cara. Como nos apunta Sennett, esta definición no solo afecta a las personas que ejercían los mandos en estos talleres sino también a las habilidades mismas que servirían de vara de mando legitimada para justificar este orden idiosincrásico. En el taller no existían padres e hijos sino ordenantes y ordenados preocupados por producir y por servir en su labor de la manera más adecuada y competente, ya que el salario de un patrón (en el caso de los músicos) dependía de ello.
Un taller unido físicamente al espacio del hogar tenía unas consecuencias que no solo afectaban a la relación entre los individuos o a los mecanismos de producción, también conformaba una cosmología que condicionaba de por vida al individuo. En el taller, además de un lugar en el que se aprendían técnicas y adquirían destrezas, se fijaba en la consciencia de los aprendices cuál debía de ser su rol dentro de la sociedad, un rol impreso en un estamento que, hasta precisamente los tiempos de la Revolución Francesa en Europa, era muy complicado abandonar excepto por sujetos de extraña suerte o cualidades. En el caso de la enseñanza musical, el espacio era similar pero el diálogo entre las dos partes se distinguía por, aunque preocupado obviamente por los objetivos, estar fuertemente condicionado por la intangibilidad del hecho musical (fenómeno que, inevitablemente, ha incidido desde siempre en el estrato social de las personas que recibían estas clases, de media algo superior al de otros trabajos manuales). Un ejemplo lo tenemos en la primera biografía que Johann Nikolaus Forkel publicó de Johann Sebastian Bach en 1802 y que destina al semblante del compositor como profesor:
Con respecto al inicio en la enseñanza del teclado, comenzaba porque los alumnos comenzaran a adquirir una sensibilidad especial […]. Para ese fin, durante meses practicaba conjuntamente con ellos, y de una manera exclusiva, ejercicios simples destinados a la flexibilidad de los dedos de ambas manos, enfatizando al mismo tiempo claridad y distinción entre ellos. Mantenía esta manera de trabajar de seis a doce meses, a menos que se diera cuenta de que los pupilos perdieran interés, en cuyo caso escribía pequeños ejercicios que incorporaban un aspecto a ejercitar en particular […]. Además del entrenamiento de la agilidad de los dedos, tanto en ejercicios corrientes como en las piezas que componía para este propósito, Bach les introducía al uso de los ornamentos en ambas manos.
No era hasta este punto que Bach permitía a sus estudiantes trabajar sus propias obras, de manera admirablemente calculada y de la manera que él estimaba, para que desarrollaran su potencial. Con el objetivo de rebajar la dificultad, tenía el buen hábito de tocar para los alumnos las piezas que debían trabajar, remarcando el concepto de que “así es cómo debería sonar”.
Observamos, pues, un ánimo de Bach por elaborar una enseñanza basada en la paciencia pero condicionada por un acomodo por parte del profesor a las exigencias de cada alumno. Esta característica era posible debido al reducido número de estudiantes, que permitía incluso la composición de piezas pedagógicas, como son las 15 Invenciones BWV 772-786 o el Pedal Exercitium BWV 598.
Pero de la misma manera con la que la idea de “estado” iba cambiando a medida que el Siècle des Lumières avanzaba, los lugares y métodos de enseñanza también evolucionaron en su propio concepto de ellos mismos, insertados en el nuevo engranaje que las teorías ilustradas proponían en su modelo de utopía social. No es casualidad, pues, que el cambio de rumbo que supuso el conservatorio como institución naciera en el mismo estado que había acunado la Revolución solo unos años antes. En realidad y como apuntábamos más arriba, el traslado del centro de enseñanza musical de la casa del maestro a un edificio estatal es una decisión política. El hecho de desproveer al taller del artesano de la exclusividad de aprender un oficio para abrir un gran centro en la capital supone un giro de ciento ochenta grados que extiende sus consecuencias hasta la propia concepción de la labor del intérprete, que rompe de puertas afuera para integrarse en la vida cotidiana de la vida pública. El conservatorio, institución pública por definición, es concebido desde el principio para prestar un servicio al conjunto de la ciudadanía, que recibe las intervenciones de ensalzamiento nacional de las caras más conocidas de la Convención con conciertos al aire libre. Organizando su labor, algunos de los compositores más populares de la época en Francia como François-Joseph Gossec o Étienne Nicolas Méhul encabezaban los puestos de mayor responsabilidad al mismo tiempo que componían la música que podía escucharse en las grandes ceremonias de estado.
La creación del Conservatorio de París trajo consigo también una democratización real en la orquesta. Prueba de ello son la creación de cátedras de instrumentos como la de contrabajo, que alcanzó el rango de especialidad tras una larga etapa de marginación en la que se desplazaba hacia esta posición a aquellos músicos considerados como menos aptos para ocupar el puesto de violonchelista. La estandarización de los planes de estudios igualaba en la misma posición a todas las clases existentes dentro del corpus de la institución, homogeneizando los caminos que un intérprete debía recorrer para la obtención de una titulación garante de la calidad con la que pudiera desarrollar su cometido.
Dentro de esta generalización, ocupa un papel central la elaboración del “método”. Condición sine qua non para ocupar una cátedra de cualquiera de los instrumentos ofertados en París, el método era un libro de estudios diseñado por el profesor entrante para ser utilizado como material de clase. Las características principales debían ser básicamente dos: ser escrito específicamente para el instrumento en cuestión y formar la columna vertebral de un recorrido de aprendizaje progresivo. Es precisamente este rasgo uno de los más notables, ya que, como escribe Bruces Haynes en su obra The Eloquent Oboe, lo que define a los primeros métodos para este instrumento de la institución (refiriéndose en concreto a los escritos por Garnier y Vogt en los comienzos de la misma) es precisamente esa graduación en la dificultad interpretativa con la que no contaban sus predecesores, como Freillon-Poncein o Hotteterre, en cuyos volúmenes encontramos piezas cuya dificultad es bastante similar. Adicionalmente, estos volúmenes, cuya originalidad e inventiva oscila considerablemente entre unos autores y otros, no solo otorgaban de una semblanza similar a todas las especialidades sino que perseguían el cometido de engrosar una biblioteca que formara parte del patrimonio del Conservatorio. Esta es una idea clave a la hora de comparar los procesos de acumulación de experiencia por parte del artesano (individuo) en comparación con los de la institución de enseñanza. La diferencia aquí recae en la temporalidad sujeta desde un punto de vista biológico a la vida humana. El fenómeno de la experiencia, si bien no puede ser acumulado de una manera literal más allá del periodo de tiempo que conforma la vida de una persona, sí es extrapolable al acto oral de transmisión que tiene lugar entre maestros y discípulos; por decirlo de otra manera, la destreza no es acumulable pero sí que lo es la sabiduría con la que se ejecutan los procesos. Ahora bien, precisamente por la maleabilidad del canal oral de información, la naturaleza de la información transmitida es mutable, susceptible de los matices personales aportados, en este caso, por cada voz individual. El verdadero cambio que el método aporta en el genoma de la institución de enseñanza es su durabilidad, precisamente por tratarse de un canal escrito y con carácter oficial. A pesar de que cada profesor aportara su propio volumen en su acceso al puesto docente, siempre se adoptaban los anteriores y se incorporaban al estudio de la clase, al margen de que éstos sirvieran, además, como referencia para la composición de los nuevos ejemplares. Es cierto que antes de la fundación del Conservatorio de París habían visto la luz algunos libros que adoptaban también la denominación de “método” o “tratado”. Algunos, muy famosos, como el de violín escrito por Leopold Mozart, Versuch einer gründlichen Violinschule (Tratado completo sobre la técnica del violín) o el Versuch einer Anweisung die Flöte traversiere zu spielen (Ensayo de un método para tocar la flauta travesera) de Johann Joachim Quantz son notables ejemplos que mantienen, por otro lado, una relación estrecha con la estructura L’Encyclopédie de Diderot y d’Alembert, apoyada siempre en “figuras” o ilustraciones que aclaran y posibilitan el rápido proceso de asimilación de los conocimientos. Sin embargo, no es hasta la consolidación de la institución de enseñanza musical que se fija y racionaliza un cronograma y un procedimiento lineal a seguir, apoyado en la obra escrita de los diferentes maestros, lo cual constituirá el rasgo más identificativo de las mismas.
A pesar de todo ello, observamos como en el aprendizaje de la interpretación musical se ha preservado de manera especial el formato de transmisión de la información propia de cualquier oficio manual con anterioridad a la Revolución Industrial. La institución del conservatorio, a pesar de la estandarización del perfil del maestro, ha conservado, en rasgos generales, el carácter directo de la relación entre profesor y alumno; clases individuales de la asignatura de instrumento principal o algunas colectivas de carácter más general, pero agrupando a discípulos del mismo instrumento o de disciplinas similares, como las que podemos observar en la mayoría de conservatorios y universidades del mundo, son deuda del taller del artesano medieval y moderno. Este es un rasgo que se extinguió de la mayoría de oficios manuales tras la generalización de la producción en masa en las fábricas, momento en que el cometido del trabajador se convirtió más en velar por el correcto funcionamiento de las máquinas que producían en sustitución de la propio elaboración manual. He aquí el nexo más estrecho que une lo que ocurre en una clase de fagot de un conservatorio actual con lo que sucedía en el taller de un herrero de 1500 cuando éste explicaba a sus aprendices como tratar el cobre. Por el contrario, un rasgo claramente diferenciador es la separación entre el lugar de aprendizaje y el de labor, separados por los procesos de funcionamiento que determinan que en la institución de enseñanza no prime la obtención de un beneficio económico directo que incluya también a la actividad de los educandos, fenómeno sí presente en el taller tradicional.
B. Metamorfosis, presencia y antropomorfosis
En las bases de lo que Sennet denomina “conciencia material” radican los principios de la relación entre el artesano y sus materiales. Puesto que el afán del primero está centrando en la modificación de los segundos, dando origen a su propio nombre, entiende que todos sus esfuerzos por lograr un trabajo de buena calidad dependen de su curiosidad por el material que tiene entre las manos. Como ya hemos comentado más arriba, a los seres humanos nos interesan de manera especial las cosas que podemos modificar, transformar y, según estructura el sociólogo norteamericano, la relación de pensamiento entre las personas y esos objetos se vive de manera radical en torno a tres acontecimientos: la metamorfosis, la presencia y la antropomorfosis.
Estos tres procesos cobran un especial interés cuando dejan su huella en la labor del intérprete musical, que opera con una materia tan efímera como el sonido. Gracias a la aparición de la tecnología que posibilitó las grabaciones sonoras a principios del siglo pasado, el producto resultante del trabajo del intérprete se convirtió en tangible, reproducible y capaz de ser difundido.
B1. Metamorfosis
Hablamos de metamorfosis en el proceso de artesanía cuando se producen cambios o evoluciones en lo que se denomina como “forma-tipo”, una categoría genérica de objeto. Estas modificaciones, que hacen referencia al procedimiento de creación en relación directa con el producto del mismo, se asocian con la tecnología en los casos más inmediatos y con la evolución del pensamiento de una manera más progresiva y dilatada a lo largo del tiempo.
Precisamente por las peculiaridades que condicionan el acto musical y rodean el trabajo del intérprete, se antoja dificultoso establecer un solo rasgo que defina un cambio en lo que pudiéramos considerar como la forma-tipo del acontecimiento musical. Aún así, debido a su materialidad, podemos observar de una manera clara el acto de la metamorfosis en la organología, una ciencia en la que han intervenido de manera retroactiva instrumentistas, lutieres y compositores.
La fabricación de instrumentos musicales es, como decimos, un proceso en el que no se pueden establecer de manera convencional los procesos que han regido su evolución. A pesar de que la figura del lutier es indiscutiblemente la encargada de ejecutar manualmente la elaboración del producto final, muchas veces han sido los propios intérpretes los que, debido a sus necesidades técnicas y expresivas, han propiciado cambios que en mayor o menor medida afectaban a la relación que el fabricante mantenía con lo los viejos o nuevos materiales, cuando no se han convertido igualmente en lutieres ellos mismos. Asimismo, estos mencionados requerimientos respondían a satisfacer la imaginación de los compositores, lo cual enriquece aún más el diálogo responsable del proceso.
Son muy conocidos numerosos ejemplos al respecto. Quizás, uno de los más paradigmáticos se lo debamos a Beethoven y al papel central que su obra ocupó en la evolución del piano. Básicamente y de manera conjunta a la escritura de sus sonatas y conciertos, el compositor alemán fue demandando de una manera progresiva y constante una mayor potencia y sensibilidad que se fue materializando en el diálogo con la casa inglesa Broadwood de construcción de pianos. Las razones, entre otras, tuvieron que ver con el crecimiento de la dinámica sonora en su escritura orquestal, que enfrentaba al conjunto con el solista, así como la progresiva extensión de la tesitura en sus obras a solo, que demandaban una respuesta óptima de todo el instrumento en los diferentes de registros, al margen del empleo de una riqueza de articulación hasta entonces inimaginable. Todas estas implementaciones caminaron de la mano de una extensión del teclado hacia ambas direcciones, pasando de las cinco octavas en la época de Mozart hasta las cinco y media en 1790, las seis en 1810 y las siete en 1820.
En el caso mencionado, las modificaciones de la forma-tipo son considerables. El mecanismo fue evolucionando gracias a los avances de lo que en aquellos años era el comienzo de la primera fase de la Revolución Industrial, y tuvieron que ver con la precisión de la fundición en el hierro o la calidad del acero empleado para la elaboración de las cuerdas. El tamaño de las cajas de resonancia se agrandó progresivamente y se implementaron otras mejoras como la grapa (que permitía una mayor fijación de las cuerdas tras ser golpeadas por los macillos) o el mecanismo de doble repetición.
Por tanto, es en este continuo diálogo entre las partes que conforman la producción musical es donde se produce la metamorfosis en el oficio. El instrumento alberga el hecho de ser el sujeto de una transformación física en este proceso pero el producto real del intérprete, a saber, el resultado sonoro fruto de la interpretación de una partitura, debe situarse en otro estrato. Surge por tanto una polémica en relación a cómo puede evaluarse las modificaciones de la forma-tipo en una interpretación musical. La opción más coherente parece unir la organología con el campo de la estética, como puede apreciarse en fenómenos como la tendencia de los últimos treinta años a interpretar música del pasado con sus instrumentos originales. Este hecho no solo ha venido propiciando una recuperación en lo que a elaboración de aquellos instrumentos se trata sino a un cambio de mentalidad en la técnica interpretativa, que ha ido mucho más allá de la asociada a cada uno de ellos y ha afectado a la propia lectura de la música en sí misma. Por lo tanto, deducimos que la metamorfosis en el oficio del intérprete, por la intangibilidad de su producto, responde de igual manera a los medios instrumentales como a unos criterios estéticos, variables en función de cada individuo.
B2. Presencia
Este segundo acontecimiento que une al artesano con la materia trabajada se trata de una marca personal que éste deja impresa en el mismo. Es usual, por ejemplo y volviendo a la organología, poder contemplar las famosas inscripciones fecit junto al nombre del constructor, sobre todo en instrumentos cuya elaboración aún está condicionada por un fuerte carácter manual (sobre todo en instrumentos asociados a la interpretación de las denominadas “músicas antiguas”, como órganos y clavecines). Pero, ¿cómo podemos traducir la presencia del artesano-productor de objetos al artesano-intérprete musical?
La respuesta la hallamos en la posibilidad de poder registrar cada interpretación y convertirla en un objeto en forma de datos alojados en un soporte; éste ha constituido un hecho crítico en relación a lo que el intérprete considera como su “versión” de una obra concreta, le ha dado capacidad técnica para repetir su interpretación en un estudio, modificarla a posteriori y reproducirla tantas veces como desee. Esto le ha reportado una huella, una fijación, en definitiva, una presencia de su marca personal en aquello que paradójicamente es un producto de otra persona.
En Pièces sur l’art, Paul Valéry escribe:
“Las Bellas Artes se instituyeron, y sus tipos y usos se fijaron, en tiempos bien distintos a los nuestros, por hombres cuyo poder de acción sobre las cosas era insignificante comparado con el que ahora tenemos. Y el sorprendente crecimiento de nuestros medios, la adaptabilidad y precisión de los mismos, las ideas y costumbres que traen consigo, anuncian cambios inminentes y aún más profundos en la antigua industria de lo Bello”.
Es cierto que la eclosión tecnológica que supusieron los medios de reproductibilidad técnica supuso un cambio en la concepción de la obra misma, afectando de una manera muy especial a la música. La presencia del intérprete como protagonista de una grabación pudo entonces cobrar una relevancia que comenzó a rondar (e incluso a sobrepasar) a la del compositor. Esto se vio debido a que los procesos de alumbramiento de una versión interpretativa se vieron afectados de la misma manera que el teatro lo hizo con la eclosión del cine. Como explica Walter Benjamin en su célebre ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, los mecanismos de grabación y montaje del cine (muy similares en concepto al proceso de mezcla durante la grabación de un CD) constituyen un paso que trasciende la discusión de principios del s. XX acerca de si el cine (y la fotografía, aún más tempranamente) eran artes o no lo eran; la incidencia que tuvieron ambas fue más allá hasta transformar la propia naturaleza de la creación artística. Por primera vez, el goce artístico se liberaba del “aquí y ahora” y desplazaba las fases de producción en el tiempo, fragmentándolas. Será precisamente el intérprete el que ocupará el lugar surgido en esta brecha.
El intérprete ha hendido su presencia en el total de la obra musical con especial intensidad mediante la tecnología de grabación debido a la posibilidad de que su intervención puede ser comercializada, dando lugar y expandiendo un legado que antaño solo podía difundir ante un número razonable de personas realizando una gira. Con propiedad, hablamos de las versiones del Concierto para clarinete y orquesta K. 622 de Wolfgang Amadeus Mozart de intérpretes como Sabine Meyer, Martin Fröst o Benny Goodman como semblantes completamente diferentes en torno a una misma partitura. Este fenómeno no podría haberse producido sin la fijación que supone una grabación en estudio ya que, al no persistir en el tiempo ni encontrar el soporte físico para inscribir el fecit de turno, sería la obra del compositor la que sostendría su vigencia, acumulando una popularidad que se vería limitada, en el caso del intérprete, a la duración de su propia vida.
Como acontecimiento ligado a la presencia del intérprete y también unido al auge de otra industria (este caso a la editorial) nos topamos con la escritura de cadencias por parte del intérprete. Rellenando un espacio en blanco que el compositor delegó al solista hasta prácticamente iniciado el s. XIX, las cadencias eran consideradas un momento en el que el intérprete hacia gala de su virtuosismo, en un alarde improvisado usualmente a partir de los materiales aparecidos con anterioridad. Por influencia de la industria editorial llevó (sobre todo entre los años 50 y 80 del pasado siglo) a algunos de los intérpretes más reconocidos a plasmar, además, por escrito su propia cadencia, llegando en muchos momentos a ser reconocida como “oficial” en algunas pruebas para orquestas u oposiciones y contando con un valor adicional. Este ejemplo va de la mano con el que propone Sennett en su libro, en relación a la alfarería de la Grecia Arcaica:
“(La presencia) en Grecia apareció especialmente cuando los alfareros fueron capaces de pintar escenas complejas; entonces comenzaron a firmar sus productos, a veces con la mención del lugar en el que vivían, a veces con su nombre. Esa firma podía añadir valor económico”.
Tanto en los casos del registro sonoro de la versión como en la escritura de la cadencia observamos, pues, signos de la presencia del artesano en su producto que, por su naturaleza, se han cristalizado durante el último siglo pero que ejemplifican esta tendencia también en un trabajo materializado en sonido pero consolidado por el mismo caudal práctico de cualquier empresa de material corpóreo.
B3. Antropomorfosis
“Por cierto, Lang Lang tiene muchos atributos: un muy buen sonido, una mecánica de precisión absoluta que le permite afrontar las mayores dificultades pianísticas […] Pero si se lo escucha con atención, se advierte que en muchos momentos de lo que toca, esa naturalidad está claramente elaborada. Casi siempre despliega una brillantez tan arrolladora que, a veces, cuando debe aplicar el freno y obtener tonalidades mate, éstas suenan artificiales. Usa el pedal con un criterio abiertamente demagógico y como consecuencia cae a menudo en una expansión sin retorno o simplemente, en el pintoresquismo.”
Este es un fragmento perteneciente a una crítica que del pianista chino realizaba Jorge Aráoz Badí en el diario “La Nación”. En ella se aprecian términos y adjetivos usualmente presentes en el lenguaje cuando se habla de interpretación, como “naturalidad” o “brillantez”. Sin embargo, hemos escogido especialmente este y no otro por una expresión en particular: “usa el pedal con un criterio abiertamente demagógico”. Una práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular es la definición que hace la RAE del término “demagogia”. Un comportamiento, por tanto, humano censurado usualmente en toda clase de debates y que opera con astucia sobre el campo semántico del lenguaje. Estamos acostumbrados a que cuando se habla de música (incluso yendo más allá) se empleen de manera especial esta clase de metáforas y es precisamente este hecho el que nos impulsa hacia la particular manera con la que se produce la tercera de las cualidades de relación entre el sujeto y el objeto de la artesanía. En palabras de Sennett, la antropomorfosis es el tipo de conciencia inmaterial que atribuye cualidades humanas a cosas inanimadas. Llegados a este punto nos encontramos de bruces con la cuestión de ¿se puede considerar el producto de la interpretación musical como una “cosa inanimada”? Para responder a esta pregunta conviene tener en cuenta dos consideraciones.
La primera de ellas es la cualidad de lenguaje humano propio de la música. La música comparte algunas de las características que definen una lengua humana (capacidad de ser hablada y escrita como medio de entendimiento y difusión; relación conceptual entre algunos de sus agentes con objetos tangibles; dimensiones de estudio que conforman su corpus tales como la gramática, la ortografía o la semántica…). Desde este punto de vista, la antropomorfosis puede considerarse como parcial ya que la dimensión conceptual aplicada a la lengua hablada se puede transmitir con gran facilidad al lenguaje musical, yendo mucho más allá del vulgar símil para hablar con la propiedad con la que se habla de ésta. Se subraya, pues, que el producto del intérprete, que deviene en una materialización de un código escrito en la partitura, es un sucedáneo de la oralidad, es lenguaje. El trombonista convierte mediante su instrumento un lenguaje de una codificación a otra y, tanto él como las personas que se refieren a su actividad, lo hacen en términos puramente lingüísticos.
Ahora bien, un fenómeno particular tiene lugar en el momento en el que nos referimos a la interpretación de un solista o una orquesta en tanto que objeto físico. De nuevo, al depositar la esencia de la interpretación en la grabación, encontramos que hemos accedido a otro nivel de materialidad más susceptible de ser juzgado en tanto objeto. Es en estos casos, cuando hablamos, por ejemplo, de un CD que recoge una interpretación honesta o de la versión de un violinista de sonido amable, en los que la antropomorfosis se presenta de una manera clara, pero que ha necesitado de un soporte, físicamente asible, al que valorar en tanto que tal. En el caso contrario, y como hemos visto, se trata de una comparación con el lenguaje no menos interesante de apreciar en un fenómeno, el musical, cuya riqueza de semblante le constituye como una manifestación cultural compleja, suscrita a la actividad artesanal pero cruzada por unos condicionantes que la hacen única.
Bibliografía
–Sennett, Richard. El artesano (2008). Editorial Anagrama, Colección Argumentos.
-Marx, Karl. El capital, crítica de la Economía Política (1867). Editorial Losada.
-Marx, Karl, Engels, Friedrich (1846). La ideología alemana. Editorial Pueblos Unidos.
-Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproducción técnica (1939). Editorial Casimiro.
-Chiantore, Luca. Beethoven en la historia del piano: algunos apuntes. (2007). www.musikeon.net.
-Haynes, Bruces. The Eloquent Oboe (2001) Oxford University Press.
-Forkel, Johann Nikolaus. Johann Sebastian Bach: his life, art and work (1802). Harcourt, Brace and Howe.