Pedro Fuentes Rueda
The Crown, la afamada serie de Netflix, es una de las producciones más grandes que se ha llevado a cabo en el audiovisual en los últimos años.
A la ambición de su producción se suma el gran interés de lo que se cuenta; el repaso de la vida de la reina Isabel II permite al espectador un recorrido no solo por su biografía, sino por la historia reciente de Gran Bretaña y el mundo.
Los acontecimientos que se narran en la serie han sido muy comentados, pero no han provocado grandes polémicas hasta la llegada de la cuarta temporada y ello es debido, sobre todo, a la aparición en escena de Diana Spencer, princesa de Gales. La discusión planteada acerca de la veracidad de lo que se cuenta en la serie, ha llevado incluso al secretario de cultura del gobierno británico a pedir a Netflix que deje claro al comienzo de cada capítulo que se trata de una obra de ficción.
Al margen de lo oportuno de esta petición, lo que sí se pone de manifiesto es que el debate sobre la naturaleza de lo ficticio está más vigente que nunca ¿Es lícito que una película o serie se base en personajes reales?, ¿debe una obra audiovisual o literaria ser fiel con la realidad en la que se basa?, ¿hay que avisar al espectador de que lo representado no es exactamente la vida? Estas preguntas y otras de la misma naturaleza se las lleva haciendo nuestra especie desde los tiempos de Aristóteles y aún no hemos encontrado la respuesta.
Ficción vs. Realidad
La humanidad cuenta historias desde que tiene conciencia. Como dice Ana Sanz Magallón en su estupendo libro Cuéntalo bien, nuestra especie debería llamarse Homo narrator en vez de Homo sapiens. Ya en la prehistoria nos contábamos batallas alrededor del fuego y aun hoy pasamos el día contándolas o escuchándolas. Hay autores como Yuval Noah Harari que en Sapiens, su exitoso libro, establece que una de las claves de nuestra evolución se basa precisamente en nuestra capacidad de fabular y de crear realidades que no existen.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿qué distingue la ficción de la realidad? En lo real, el absurdo de la existencia está presente en todos los ámbitos: las desgracias y las alegrías ocurren sin una razón aparente, el continuo de nuestro paso por el mundo no siempre responde a una concatenación de causas y efectos. En la ficción, en cambio, los hechos se ordenan, se escogen aquellos que mejor sirven a los propósitos dramáticos, se estilizan personajes y situaciones y, sobre todo, se ordena la realidad para que tenga un sentido, para que todo hecho tenga un porqué.
Aquí es donde nace el principio de verosimilitud que toda obra de ficción debe cumplir: el espectador debe creer que todos los hechos que aparecen en la obra ficcionada tienen coherencia dentro del universo que se representa. Da igual que los personajes sean superhéroes o que la acción ocurra en planetas ignotos. Si todo funciona dentro de una lógica, el pacto entre espectador y narración funcionará.
Pacto del espectador
En este sentido, también es importante la suspensión de credibilidad que todos los espectadores llevamos a cabo cada vez que vemos una obra de ficción. Es un pacto que comienza con el hecho de saber que lo que se proyecta no está ocurriendo en la realidad, que son actores y actrices representando un papel. Es un juego con el que volvemos a la infancia y en el que no solo permitimos, sino que deseamos que nos cuenten mentiras.
Porque de esto trata la ficción, de un artificio bien contado. La ficción no es conocimiento empírico, no es la ciencia que estudia lo real y aprehensible, es la interpretación de lo que nos rodea y para ello se sirve de metáforas, paradojas, alegorías y otras figuras retóricas. El resultado maravilloso es que la ficción, contando una mentira, consigue representar la naturaleza del ser humano y de nuestro mundo, consigue aportar orden al caos mejor que cualquier estudio científico.
Así pues, da igual que Lord Mounbatten escribiera o no aquella carta o que Camilla Parker Bowles y Diana Spencer realmente se encontraran en aquel restaurante. Peter Morgan, showrunner de la serie, ha creado una ficción absolutamente verosímil, aunque no necesariamente veraz y esto lo único que el espectador pide: que en ese rato ante una pantalla ocurra el milagro y todo lo humano adquiera sentido, que le dejen disfrutar y jugar y que no venga aguafiestas alguno y le recuerde lo que de sobra ya sabe: que todo es una gran farsa.