Santiago López Navia
Si pretendemos ser comunicadores eficaces debemos esforzarnos constante y conscientemente en suscribir el compromiso de formular un discurso tan inteligible como ordenado.
Todo está en los clásicos: la máxima de perspicuitas
Según afirma Quintiliano en sus Instituciones oratorias “la claridad es la primera virtud de la elocuencia” (II, 3, 8). Es la máxima de perspicuitas, que ya había enunciado antes Cicerón en el libro III de su tratado Sobre el orador junto a las otras tres virtudes del discurso: la corrección (puritas, primero denominada latinitas), la elegancia (ornatus) y la adecuación (aptum). Como se puede comprobar, ya nuestros clásicos nos dicen que es fundamental hablar con claridad para abonar la eficacia de la comunicación.
Hablamos de la elocuencia, que es la capacidad de decir, y no de la locuacidad, que es la facilidad para hablar. No hace falta desplegar una argumentación muy prolija para recordar que es muy común hablar mucho sin decir nada sustancial y, al contrario, es posible decir mucho con muy pocas palabras, sin olvidar hasta qué punto un silencio puede ser tan elocuente en ocasiones como el discurso más elaborado.
Claridad en la formulación
Cuando hablamos de comunicar con claridad debemos considerar dos aspectos fundamentales: la formulación del discurso y su estructura. Un discurso es claro, primero, cuando está formulado de modo tal que se pueda entender fácilmente. Construir un discurso oscuro es un ejercicio de todo punto ineficaz, y a veces se tiende a confundir la autoridad y el prestigio de quien habla con la dificultad de entender lo que dice, suponiendo falsamente que se es tanto más brillante cuanto menos comprensible.
Este es un alarde inútil además de reprobable en términos éticos. Paul Grice (1975) reivindica de una forma muy evidente la necesidad de hablar con claridad para facilitar la cooperación entre los interlocutores: nada de oscuridad, nada de ambigüedades, nada de extenderse innecesariamente y nada de hablar sin orden.
En teoría de la argumentación, Van Eemeren y Grootendorst (1987) entienden en el mismo sentido la décima regla de la argumentación ideal, según la cual las proposiciones que se formulan durante una discusión deben ser fácilmente comprensibles. Mucho tiempo antes, en la estratagema número 36 de su apasionante Dialéctica erística, publicada en 1864 (cuatro años después de su muerte), Schopenhauer nos da pistas valiosas para entender hasta qué punto la falta de voluntad de expresarse claramente puede ser un recurso dialéctico que transgrede los límites morales cuando el objetivo es “desconcertar y aturdir al adversario con absurda y excesiva locuacidad” (edición de 1997, p. 80).
Claridad en la estructura
Por otra parte, para expresarse con claridad es imprescindible que el discurso esté ordenado. Un discurso caótico e incoherente en su estructura es inútil. A lo anterior se añade que cuando un orador descuida el orden a la hora de hablar pierde credibilidad, y la credibilidad es, quizá, el principal tesoro que se pone en riesgo desde el momento exacto de pronunciar la primera palabra.
Eldon Baker (1965) demostró en sus investigaciones que la credibilidad de un orador aumenta después de pronunciar un discurso ordenado y, al contrario: a más saltos, a más descontrol, a más desorden, menos credibilidad. Así de simple y así de rotundo, o si se prefiere, así de claro.
Si pretendemos ser comunicadores eficaces, sobre todo a la hora de hablar en publico, debemos esforzarnos constante y conscientemente en suscribir el compromiso de formular un discurso tan inteligible como ordenado. Está demostrado que esta habilidad, al igual que todas las que conforman el arte de la elocuencia, se adquiere con el estudio y con la práctica constantes, que servirán, sin duda, para construir una sociedad más eficiente en sus capacidades comunicativas y más sólida y avanzada en sus anclajes éticos.