Lucía Tello Díaz
La vida se proyecta en el cine. No de manera metafórica, ni tampoco a través de interpretaciones de la realidad, sino en sentido estricto: el cine no hace sino prolongar la vida.
La vida se proyecta en el cine. No de manera metafórica, ni tampoco a través de interpretaciones de la realidad, sino en sentido estricto: el cine no hace sino prolongar la vida.
Muchos de mis alumnos del Máster en Guion online se sorprenden cuando afirmo que la mirada del ser humano realiza por sí mismo el montaje de la realidad, en la mirada radica no solo el encuadre (y el enfoque), sino también la selección de lo que ve, de lo que descarta, de lo que amplía y de aquello que va a mirar después. A efectos prácticos, la mirada primero, y la cognición después, dan sentido a la vida.
Al igual que observamos un periódico, levantamos la vista y miramos el infinito, para más tarde fijar la mirada en el camarero que nos sirve un café (primero un plano entero, seguido de un primer plano de su rostro y un plano detalle de la taza), el cine no hace sino seleccionar, descartar, ampliar y continuar las imágenes que dan sentido a la visión. La vida, concluimos, se proyecta en el cine.
Por supuesto, no todos los montajes son idénticos ni todos responden a la mera funcionalidad. Los hay intencionales, estéticos, poéticos, y otros que, intencionadamente o no, carecen de la gracia que enhebra cada escena.
Mujeres montadoras
La profesión de montador o editor es de tradición femenina, antes de la irrupción de las majors, e incluso en el cine clásico de Hollywood, eran muchas las montadoras que llevaban a cabo la laboriosa tarea de revisar, cortar, unir e insuflar movimiento al celuloide.
Son muchos quienes desconocen que gran parte de los títulos icónicos de la historia del cine fueron montados por mujeres, tantas veces diluidas en un caldo de cultivo propicio para el olvido. La célebre Lawrence of Arabia (1962, David Lean) fue montada por Anne V. Coates, mientras que de la edición de Bonnie and Clyde (1967, Arthur Penn) se encargó Dede Allen.
En décadas siguientes, a mujeres debemos Tiburón (1975, Steven Spielberg) –Verna Fields– y E.T. El extraterrestre (1982, Steven Spielberg) –Carol Littleton-.
Incluso de montadoras ha sido la edición de películas tan formidablemente complejas como Pulp Fiction (1994, Quentin Tarantino), llevada a cabo por Sally Menke, quien, además, se encargó del montaje de la generalidad de las cintas de Tarantino durante más de una década.
Por su parte, Mary Sweeney fue la encargada de montar Mulholland Drive (2001, David Lynch), otro título icónico junto con Memento (2000, Christopher Nolan), también montado por una mujer, Dody Dorn.
Asimismo, una cinta como Boyhood (2014), rodada a lo largo de doce años por Richard Linklater, fue montada por Sandra Adair, consiguiendo no solo una duración razonable, sino un efecto de naturalidad sorprendente.
La figura de Thelma Schoonmaker
Aunque hay otras muchas montadoras dignas de estar en este listado (algunas, incluso, oscarizadas por su trabajo), existe una de ellas cuya profusión, calidad y, sobre todo, brillantez, ha conseguido imponerse a lo largo de las décadas, a saber: Thelma Schoonmaker, la montadora del cine de Martin Scorsese.
A lo largo de cuarenta años, Schoonmaker ha contribuido a la excelencia en el montaje, elevando su arte a categoría de genialidad. Ganadora de tres premios Oscar por Toro salvaje (1980), El aviador (2004) e Infiltrados (2006), también es suya la edición de la extraordinaria Uno de los nuestros (1990), a las que seguirían, entre otras, Shutter Island (2010), La invención de Hugo (2011) o Silencio (2016).
Además de sus tres Oscar, las siete nominaciones que tiene en su haber la han convertido en uno de los pocos montadores en alcanzar el estatus de personalidad en el mundo del cine, pese a lo cual, son muchos quienes todavía desconocen su existencia y la dimensión de su trabajo.
Ahora que El irlandés se ha estrenado, y que muchos disponen de tiempo durante las vacaciones para poder visionarla, qué mejor que percatarse del trabajo de una profesional única, curtida en el arte cinematográfico desde hace décadas, y con una filmografía tan excitante como poliédrica.
Y si alguien se siente incomodado por la temática, el enfoque o la duración de El irlandés, le propongo visionar otra película montada por Thelma Schoonmaker titulada Aprendiendo a conducir, dirigida por Isabel Coixet, con un estilo radicalmente distinto y editado, eso sí, por una de las mejores montadoras de la historia del cine.